El odio es una zona imprecisa. Una rara ambivalencia. Contrariamente a lo que se supone, el odio no es uniforme. No es un rayo oscuro que atraviesa sin fisuras la conciencia de las personas y que, por lo general, se deposita sobre la frente del enemigo. El odio es la duda permanente. La ecuación incompleta que se refiere a sí misma, que se autoprovoca y falla en el esfuerzo matemático.
El odio necesita, requiere, de esta intermitencia para subsistir. Porque el odio por propia entidad no existe.
Existe la violencia en todas sus formas pero no el odio consumado como un organismo al cual podamos acudir para golpear a su puerta.
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